05 marzo 2007

 

PEDAZOS DE MI




PEDAZOS DE MI




por Antonio Horta Sorroche.
Baza, Julio 1995.


DULCE MENTIRA





Terca rutina, dulce mentira.

Llena de tibias heridas
te deja cuando le miras.
Siembra tu pecho de espinas
cuando le cierras los ojos
y ves que ya no suspira
por el fulgor de tu risa

¿Y qué culpa tienes tú?
¿Y qué culpa tiene ella?
La hoguera de tu ceguera
se apaga en cada te quiero
y acucia con querer besos:
besos negros, besos muertos.

Te mira y ya no suspira.
La miras y no suspiras.
¿Porqué de repente todo
se vuelve tierra,
negro lodo?.



Cuando piensas en los besos
que le diste.
Cuando hueles cada aroma
que te falta.
Cuando bebes cada gota
del aliento que te salva.

¿Porque le sigues queriendo,
besando, amando,
sintiendo,
si tú ya no le quieres,
ni besas, ni amas,
ni sientes?.

Terca rutina, dulce mentira.
Dulce rutina, terca mentira.[1]


GUERRA NEGRA

La sombra del niño
se precipita en el suelo.
Llora, abrigado por su madre,
observando el infierno.

Su mano repiquetea
sobre la cara de ella
y nota la gran dureza
del corazón de ceniza.

Sus dientes rozan con furia
una lengua sin saliva,
mientras su pelo no vuela
ni su sonrisa triunfa.

Mirando al cielo contempla
tres grandes águilas negras
que miran con sus negros ojos
tres niños muertos de pena.





Sus orejas oyen ruidos
que atormentan el silencio,
que alimentan la violencia
y que provocan el miedo.

Su mente infantil no comprende
qué le ocurre a las personas.
¿Qué sienten los corazones
que matan y no perdonan?.

Aferrándose a su madre
sientre frío y se atormenta
pensando en la guerra negra
y en su madre fría, muerta.[2]

PENA

Por tus huesos,
que ya no crujen bajo mi ropa.
Y por tus besos,
que ya no lamen las heridas que provocas.
Y por tu boca.

Por tu pecho,
que ya no aspira el aire que respiro.
Y por tu lecho,
que no resuena con el eco de mi peso.
Y por tus besos.

Tus besos
los recuerdo a cada instante.
Saboreo
la dulzura de esos labios que enajenan,
por mi pena.

Siento pena.
Por tu cuerpo herido bajo el mío, tranquilo.
Se refleja
el dolor que traspasa mis sentidos
aturdidos.




Te marchaste,
y olvidaste para siempre mis caricias
Te enojaste
y quisiste que olvidara tu sentencia
de inocencia.

Siento pena.
Por nuestros cuerpos que en lo oscuro se han perdido
Por mis venas
pues secas de tu sangre están desde tu olvido.
Me he perdido.

Pena amarga, negra pena.
Pena, penita, pena.[3]


¿QUÉ SOY?

Sueño cada mañana
con palabras de consuelo.
Las oigo de quien me apoya
pero no de mi cerebro.

Mi cabeza se resigna
a jugar cada momento
a que hago como si vivo,
a que finjo mi tormento.

Cada mañana saludo
al fantoche del espejo
y finjo no conocerle
y lloro de desconsuelo.

A veces, sólo sonrío
y me digo con soltura:
Estás hecho un mierda, tío,
eres tu caricatura.

Pero no puedo luchar
con la mierda que me mata...
... que me mata ...
¡Si al menos ya me matara!
Así podría descansar.
Así no moriría mi madre.
Así no pediría más.
Y no lloraría mi padre.

Destrozo a todo el que miro.
El que me rodea, me odia.
Los niños, salen corriendo,
cuando me acerco a su noria.

Y no les guardo rencor.
¡Todo el rencor para mí!
Sé lo que antes era yo,
y que pronto vendrá mi fin.

No quiero consuelo alguno,
si no me consuelo yo.
Sé lo que me estoy haciendo,
y si me muero, mejor.[4]



TU, MI ROSA



Anoche soñé contigo.
Ibas vestida de blanco.
Tu pelo embelesaba
al que lo miraba despacio.

Sin embargo, eras mía:
Nadie se atrevió a tocarte.
Nadie se acercó a tí.
Nadie quiso enamorarte.

Y es que ya todos sabían
que eras carne de mi carne,
y que de amor morirías
si osaban de mí alejarte.

El sueño era bonito,
pero incomparable a tí.
Tus ojos, en ellos pierdo
mi memoria y mi sentir.


Tu nombre...

Tu nombre resonaba
en los corredores largos
del palacio en que te hallabas
amándome sin reparos.

Tus labios rojos emergían
del agua que los mojaba
pareciendo dos capullos
de rosas enamoradas.

Y tus ojos dominaban
las grandes estrellas del cielo
pues sabían que contabas
con el capricho del dueño.

Pues Dios ha de existir
pues creada estás, mi cielo.
Y alguien debió esculpir
esta cintura, este pecho.[5]

NIÑOS DE CALLE

Despierta la negra noche
en la ciudad de las penas.
Los niños salen despacio
del cartón de sus cavernas.

Deben aprender muy rápido
cómo ahuyentar sus temores,
cómo engañar al turista,
cómo vencer sus rencores.

Las niñas lo tienen fácil
pues pueden vender sus jardines,
sus bonitas rosas rojas,
en cualquier puerta de un cine.

Prostitutas de papel,
sangre repleta de odio.
Hambre y miseria a la vez
se tiñen las dos de rojo.

Los niños roban y engañan
al que se cruza con ellos.
O bien suplican de rodillas
sólo un pedazo de cielo.


Nunca tuvieron un beso.
Nunca tuvieron un padre.
Solo conocen el suelo.
Solo conocen el hambre.

A veces, cuando uno llora
por el hambre o por la pena,
otro se acerca y le ofrece
un pan que sirve de cena.

Nosotros pasamos de largo,
cuando alguno se nos acerca.
No vemos su risa clara
ni sus ojos de gacela.

Pensamos que nunca a nosotros
nos pasarán tantas cosas
pues vivimos en un mundo
de bellas ciudades rosas.

Y, sin embargo,
no podemos dejar de olvidar
que cada minuto nacen niños de calle,
que cada minuto cerramos más la boca y los ojos,
y que cada minuto nos alejamos cada vez más de nosotros.[6]




VEJEZ



Siempre he soñado contigo
y te he visto en las noches de penumbra
como la ciega muerte
que acomete mi cuerpo sin premura.

El barco de mi vida
se inunda sin tocar fondo
pues tiene madera vieja
podrida y con verde moho.

La luna no quiere verme
pues mi cara le asusta
y dice que tiene miedo
cuando adormece mi cuna.

La sangre brota de mi pelo
cuando miro tus costillas
encarnadas
en mi pecho adormecidas.

Y mana de mí
un aliento
de aceitunas olvidadas,
podridas con sufrimiento,
robadas de madrugada.

Quiero que sepas
mi niña
que no soy digno de ti.
Por eso a veces siento
ganas locas de reir.

Pero mi voz atormenta
mis pesares
con tu risa de ceniza
y funde en dos telares
mi vida y la tuya, niña.

Yo soy viejo.
No soy puro.
Tu eres niña.
Tu eres fruto.

De la carne.
Y la pasión.
De mis tardes.
Del amor.

Fruto de mi edad perdida.
Ahinco de la razón olvidada
Sentimiento impuro de mi sexo.
Tormento lejano en la madrugada.
SUICIDIO SOBRE TI


Sobre tu cabeza,
la pena de mi muerte.

Sobre mi cabeza,
la pura mala suerte...
de quererte.

Sobre tu conciencia,
mis pies bailando
libres al viento.

Sobre mi conciencia,
el pecado de seguirte
aún queriendo...

Sobre tu boca,
el grito de verme
sin sentido.

Sobre mi boca,
el hueco de tus besos
ya perdidos.

CUANDO NO TE ABRAZO

Si me abandonas, no voy a morirme.
Si he de morir, quiero que sea contigo.
(Pablo Milanés)


Cuando no te abrazo,
noto en tu corazón el hielo
frío de tu rechazo...
y me alejo de tu cielo.

Miro tu espalda de seda
y pienso en cuánto te quiero.
Y toco una fría ola
del frío mar de tu pelo.

La cama se vuelve odiosa,
grande, desierta, cobarde.
Tus pechos de espinas rosas
hieren mi sexo triunfante.

El cuervo grazna en mi pecho,
negro cuervo, negro lecho.

Cuando no te abrazo,
noto el aliento nocturno
de la muerte en tu regazo,
de mi vida ya sin rumbo.

Y es por eso que te amo.
Pues mis brazos existen para abrazarte.

LOCURA Y VEJEZ


La locura enajena tus sentidos,
la vejez hace mella en tu conciencia,
el tiempo va dictando su sentencia,
de tu boca sólo salen ya quejidos.

Me miras con los ojos inyectados,
deseando ver mis sesos esparcidos,
olvidando lo que tanto me has querido,
maldiciendo lo mucho que me has dado.

Y yo sé que tu muerte va llegando
lentamente, por las venas ateridas,
y tu pecho de sangre va vaciando
poco a poco tu vida ya vencida.

¡Cuántos besos dormidos en tus labios!
¡Cuántas noches gozadas entre auroras!
¡Cuántos dedos durmiendo en el delirio
tibio, caliente casi de tu cama!.

Y ahora tu locura me subyuga,
tu vejez hace dobles mis pesares.
Ahora debo amarte con más fuerza
que el viento, la lluvia y los mares.

¿POR QUÉ HUISTE DE MI?



Llueve sobre mi pena
agua negra:
Lágrimas de ángeles
y tristezas.

Lamo mis heridas
como loba,
que alimenta sus cachorros
mientras llora.

La cárcel de mis sentidos
me atenaza.
Mi alma queda presa
de mi garganta.

El barro de mi corazón
inunda mi cuello.
Y no puedo gritarte.
Quiero y no puedo:

¡Vuelve, por favor, vuelve!


IGNORANCIA

Nunca he sabido
cuánto te he amado,
hasta que te he perdido.

Nunca he contado
los muchos días felices
que tú me has dado.

Ya no puedo sentirte
en todo mi cuerpo
como cuando estuviste

dentro, en mi pecho.
Tengo el alma cansada
insensible al miedo.

Noto que ya tu mirada
no ve mi cariño.
Tu mirada helada.

Ya no siento al niño
florecer en mi alma,
junto a tu destino.

Siempre queda el alma,
nocturna, sin sentido.
Amarga como la sarna.

Nunca he sabido
cuánto te he amado,
hasta que te he perdido.


ANOCHE SOÑÉ CONTIGO



Anoche soñé contigo,
con tu alma y con tu ombligo.
Con tus besos y con tu piel
y con el suave aroma de tu miel.

Anoche soñé despierto.
Corazón palpitando sin concierto.
Frente teñida de luz de luna,
sonriente por tu amor y tu ternura.

Tu risa provocaba mis pasiones.
Tus pechos ahuyentaban mis temores.
Tu frente era besada por mi boca.
Toda belleza en el mundo era poca,

comparada a tí, mi dulce sueño.
Mi Rosa.

SENDERO

El joven corre por el sendero.
Su pelo revoluciona el aire, mientras
sus ojos olvidan lo que ven.
Le saluda, de pronto, el anciano.

- No deberías correr tanto. Detén tu paso y habla conmigo.

Una lágrima golpea la mejilla del joven.

- No corro tanto como quisiera. Ni aún la mitad de la mitad.
Pues mi pecho quiere volar alto,
tan alto como me deje el peso que me asfixia.

- ¿De qué huyes?.

- Del amor que no tengo.
De los recuerdos sin sentido.
De los besos que anhelo.
Y de mí.

El anciano suspira quedamente:

- ¿Tan joven y ya tan viejo?. ¿Acaso no sabes
que la locura del amor se desvanece con el tiempo y que la pasión no se pierde hasta que los huesos duelen?.
¿Acaso no olfateas la primavera en el campo?.
¿No ves la locura del agua,
salpicándolo todo con su vida?.
¿No saboreas el aroma de la albahaca
o de la rosa en flor, o el perfume penetrante,
casi podrido de tan penetrante,
del jazmín?.
Tú, joven, ¿acaso no vives?.

De pronto calla el abuelo, pues
recuerda el día que olvidó su edad.
Y en un segundo se presenta ante sí su vida.
Y desea recobrar la juventud perdida.
Y hacer notar a su amigo que el tiempo
lo roba todo.
TODO.

Pero no puede.
Ha visto como el joven partía.
Y ha visto su sombra.
Y en su sombra, la imagen de la novia muerta.
La imagen del dolor
y el sufrimiento.
El llanto del hombre ante la desesperación.
Y comprende la prisa del joven
por vivir.
Y hasta comprende porqué la vida
se acelera
ante la cuesta traicionera de la muerte.

QUIERO CONTAR LAS ESTRELLAS DE TU ESPALDA


Quiero contar
las estrellas de tu espalda.
Quiero contar
los volantes de tu enagua.
Y saber
porqué un helecho
de rocío
crece en mi pecho.

Quiero mecer
mis caricias en tu falda.
Quiero mecer
mi inocencia en tu mirada.
Y saber
porqué el buen fuego
de tu pecho
sabe a beso.

Quiero besar
tus suspiros temblorosos.
Quiero besar
tus lunares ya dormidos.
Y saber
porqué el frío
de mis labios
es tu hastío.

Quiero contar
las estrellas de tu espalda.
Quiero contar
los volantes de tu enagua.


Baza, 16 de Diciembre de 1996.
[1] Lo mágico de la poesía es la libre interpretación de cada uno de los versos por parte del lector. Pese a ello, quisiera tener la oportunidad de explicar el tema que me motiva al escribir cada una de, éstas, mis poesías. En Dulce mentira quiero relatar un amor muerto por la rutina y la cotidianeidad. ¿Cuántos matrimonios hay en los que no brilla el amor, sino una dulce mentira que vela los ojos y adormece la pasión que debe existir en la pareja?.
[2] Con Guerra negra intento exteriorizar lo que veo a diario en las noticias. Vemos situaciones que nos parecen tan lejanas y cerramos los ojos, con la conciencia tranquila porque hemos dado algún dinero como ayuda, seguro.
[3] Todos hemos llorado el amor perdido. Pero, ¿cuántos hemos sentido pena por quien nos olvida?... El último verso, es una pequeña licencia que me he permitido, por su musicalidad.
[4] Es duro estar enganchado a algo en la vida. Y más duro si ese algo se inyecta. ¿Qué soy? va dedicado a todo el que ayuda a esta gente y, en especial, a la Asociación Bastetana de Ayuda al Toxicómano Ad-Hoc, por la gran labor que realiza.
[5] Sin comentarios. Quien no se haya enamorado nunca que tire la primera piedra.
[6] Podemos pensar que la ciudad de la que hablo se halla muy lejos. O podemos no pensarlo.....
El caso es que la cantidad de niños sin hogar es escalofriante. Tan escalofriante como nuestra pasividad.

15 noviembre 2006

 

Segundo cuento: Eternamente Yolanda


ETERNAMENTE YOLANDA


Querida Margarita:
Te escribo esta carta, aún sa­biendo que nunca llegará mi voz a tus oídos. Pero si no hablo, estallo, y prefiero estallar en mil cartas a ti, que en sollozos en mi vida.
Tengo tantas cosas que contarte que no sé si podré hacerlo con orden. Mi mente va mucho más rápida que mi viejo bolígrafo, y no sé si lo que quiero decirte llegará a tu corazón directo del mío, sin el sucio intermediario que es este papel blanco.
Ante todo debo decirte que puede que no me conozcas cuando me leas, que creas que te habla otra persona y no la Yolanda que conoces desde pequeña, esa Yolanda que jugaba contigo a las cocinas en el portal de tu casa, o la Yolanda que, entre risas, te contaba el sabor de los besos robados a Alfredo, tan diferentes a los tuyos. Ahora, no me siento yo misma. No me conozco. Peino mis cabellos rubios delante del espejo sin que vea, en el brillo de mis ojos, a esa amiga tuya que tanto quiso a la vida. Toco mis pechos duros, no de pasión, sino de rabia la mayoría de las veces, y no siento esos latiguillos que barrían mi conciencia cuando estaba contigo y yo soñaba con que me los besabas en silencio. Ni siquiera noto como mía la risa que sale de mi boca cuando recuerdo los momentos pasados contigo.
Por eso, que no te extrañe no conocerme. Si no oyes mi voz, no te alejes. Piensa que hemos cambiado, que la vida ha hecho que seamos distintas a como éramos, y que, aunque la realidad es diferente, mi pasión por ti es imperecedera: tus risas y tus lágri­mas jamás se borraran de mis intestinos, y tu pelo no perderá nunca el brillo caoba de mis ojos.

¡Cuánto te echo de menos, en esta tierra vacía de sol, vacía de aire fresco, llena de esa soledad negra que baña mis ojos, infectándolos con su vile­za!.
Añoro cada momento que pasé contigo, con mi gente, en mi casa. Cada recuerdo es un pequeño pin­chazo que va horadando poco a poco mis sentidos, aturdiéndo­los. Me duele escribirte, pero más aún me dolería el no despedirme de ti. Porque sí, tú ya lo sabes, esta carta es una despedida. Una despedida cruel, lo intuyo, pero... ¡tan necesaria!.
Doce años son los que llevamos separadas. Doce años sin verte, sin tocarte ni sentirte. Más de cuatro mil amaneceres sin ti. Sin besar tu frente o tus labios, sin oler tu pelo, sin acariciar tu pie­l.
¡Y pensar que todo lo que te acabo de decir lo llevo rumiando tantos años!. Rumiándolo, sí, en silencio; comiéndome cada palabra que salía de mi pecho, negan­do cada pensamiento impuro (así los llamó Alfredo), observando en silencio mi soledad, asistiendo a las clases diarias en mi escuela con una desidia mayor incluso que mi deseo hacia ti. ¡Tantas veces he recordado lo mucho que te hecho daño!. ¡Tantas veces he llorado por tu vida destrozada por mi culpa!.

La pena ha hecho suyo mi corazón. He tenido que dejar de escribir porque las lágrimas inundaban la tinta azul, y mis ojos se resistían a seguir abier­tos, contemplando el vacío constante de tu ausencia. Menos mal que tengo el mar frente a mi ventana, con su auxiliador color azul, envolviéndome la mente con una sábana blanca, pura, que convierte mi tragedia en ceniza mezquindad, que con la más pequeña brisa se escapa por la ventana.
Cuando algo se me antoja complicado, o los pesares atenazan mi garganta, me siento frente al mar y escucho como se dirige a mí y soluciona en un soplo mis problemas. Sin Él, estaría perdida. Perdida en la niebla de mi espera. En la oscura mirada de la gente que susurra a mi paso, que levanta falsas historias sobre mi llegada sola al pueblo. Sola vino, y sola se quedó. ¡Qué risa me dan las pobres que cuchichean a mis espaldas, sabiéndolas tan infantiles, tan igno­rantes!. Nadie sospecha porqué la maestra está solte­ra, nadie imagina que por amor, nadie intuye siquiera que por amor a otra mujer... y aún así, ¡cuánto creen saber de mí!. Sola, creen que estoy sola, cuando yo siempre vivo junto a tu recuerdo.
Pero no debo dar tantos derroteros sobre la misma cosa. Por fin te he dicho que el tiempo no ha borrado mi amor hacía ti, así que no mezclemos lo que siento con las vulgaridades del mundo.

He recordado a Alfredo al mirar las fotos que guardo de ti. En una estamos los tres, él en medio, siem­pre tan posesivo, abrazándonos, mirando él a la cámara, y nosotras a él. ¡Es tan significativa esta foto!. ¿Cómo no nos daríamos cuenta de su egocentris­mo hasta que fue tarde?. Primero me rondó a mí, lo hizo hasta que me tuvo, y después a ti, de igual manera, consi­guiendo todo lo que se proponía. Aún recuerdo cómo me hizo el amor la primera vez. Bueno, la primera y la última. ¿Te acuerdas, verdad?. Él se creía tan macho, tan fuerte, que tenía que penetrar­me a la primera embesti­da. Fue así como lo hizo, desga­rrándome toda, haciéndo­me tanto daño que eliminó completamente el deseo, casi devótico, que pudiera profesarle esa noche. Recuerdo el verme allí, en aquel barranco, junto a su coche, sintiéndome tan sucia, tan dolorida. Y él no fue capaz de pregun­tarme siquiera qué tal, sino que se subió los pantalo­nes y encendió su eterno cigarrillo.
"Te ha gustado, ¿verdad?". Afirmó, más que pregun­tó... Imbécil. Y pensar que aquella noche podría haber sido suya, enteramente suya...
Y sin embargo, cambié la historia cuando te la conté, ¿recuerdas?. Te dije que había sido maravillo­so, que Alfredo me había estado besando durante horas hasta que la pasión acabó enloqueciéndome y por último, su enorme sexo me hizo al fin mujer. ¿Qué por qué te mentí?. No lo sé. ¡Tantas veces se convierte mi vida en mentira!. ¡Tantas veces suspiro por un aliento que no poseo, que se lleve con él la locura engañosa que me enajena!. Y sin embargo, caigo ante la vida sin luchar. Mi cobardía es más grande que mi pasión. No soy capaz de desenfundar mi alma, e inten­tar arrancar de mi corazón todo el odio que siento.
Por eso le dejé, porque le odiaba. Y más aún le odié cuando te sedujo con su risa, con su galantería tan bien fingida. Estuve contigo cuando te pidió salir. Te escuché cuando me contabas lo bien que lo pasabas con su compañía. Reí contigo con las primeras cosqui­llas de sus besos en tu garganta. Incluso lloré con tu primer encuentro con su sexo. ¡Cuánta pasión me trasmitiste al contármela!. Aunque ahora pienso que quizás fuese tan seca la experiencia como la mía, pero tu celo por él te impidiese decirme la verdad. También viví contigo su pedida de mano, e incluso me emborraché junto a ti en tu despedi­da de soltera. Esa noche la recuerdo especialmente. Quizás porque descu­brí que te amaba, o quizás porque me encontré cara a cara con el verdadero Alfredo. Estuvi­mos prácticamen­te toda la noche en el bar de Luis. ¿Recuerdas?. Al poco de empe­zar la fiesta, tuve que salir a la calle a telefo­near, y me encontré con Alfredo, que se dirigía a su fiesta. Nada más verle supe que debía hablar con él, contarle mis sentimientos hacia ti. Jamás me he arrepentido tanto de un acto mío. No debí de hablarle de sentimientos, de pasión, pues él pareció volverse loco. Me llamó de todo: puta, zorra, tortillera de mierda, y me dijo que me olvidara de ese amor impuro y que no me interpusiera jamás entre los dos, que tú te avergonzarías si supieras todo eso. Recuerdo que volví y me emborra­ché contigo. No podía mirarte a la cara, por el efecto de las falsas palabras del que después sería tu marido. Tú notaste mi frial­dad, lo sé. Pero lo que no sé es sin notaste mis lágrimas al despedirnos en la puerta de tu casa. Creíste que me despedía hasta el día siguiente, pero han sido doce los años sin verte.

Pero dejémonos de recuerdos. Te debes estar preguntando por las razones por las que ahora decido escribirte, abrirte mi corazón y decirte lo que ya sabías. Es sencillo: ayer me llamó Alfredo. Su voz se quebraba constantemente. Me contó lo de tu accidente. No se explica qué hacías con el radiocasete junto al baño, y menos aún que antes escribieras mi nombre en el espejo con la barra de labios.
Una sonrisa ahogaba mis sollozos mientras me lo contaba, sobretodo cuando le pregunté qué cinta estabas oyendo en tu último baño. Se extrañó de la pregunta, lo noté. Fue al baño, no debía saber cuál era. Sin embargo, yo sí que lo sabía.
- Es una cinta vieja. De Pablo Milanés.


Eso fue ayer. Hace unas horas. He estado toda la noche pensando en ti, escribiendo mi carta. Ahora voy a dejarlo todo. Iré al baño para oír mi canción, Yolanda, escribiré tu nombre en el espejo con mi barra carme­sí, y cuando Pablo cante


"Si me abandonas no voy a morirme,
si he de morir, quiero que sea contigo."


cuando suene esto, estaré contigo.

Muchos besos,
Yolanda.

10 noviembre 2006

 

Primer cuento: Herencia





El Gran Sultán Ibn-Al-Fadir, dueño de Todas Las Tierras, señor de Todos Los Caminos, amo de Todos Los Hombres, paseaba tranquilamente por uno de los fantásticos jardines de uno de sus fantásticos palacios. Como casi siempre, se hallaba de mal humor. Por eso paseaba solo. Por eso y porque nadie podía permanecer delante de Su Majestad sin tener la cabeza agachada y las rodillas en tierra. Además, nadie podía hablarle sin su permiso. Imagínate que alguien tuviera que pasear contigo, de rodillas y con la cabeza agachada. Sería un engorro, ¿verdad?. Además, tendría que estar callado, y eso sería ya para tirarse de los pelos. Pues eso, el Gran Sultán paseaba solo. Y, claro, paseaba triste, como siempre.
He de decir también que el Gran Sultán Ibn-Al-Fadir tenía doce años, y que no podía jugar porque los Grandes Sultanes no juegan. Normalmente, no hay Sultanes, ni Grandes ni Pequeños, con doce años; pero resulta que a Ibn-Al-Fadir se le habían muerto los padres cuando él era muy pequeño. Y todo, por una idiotez. Resulta que un día, el Gran Sultán Ibn-Al-Gadir, padre de nuestro amigo, estaba mirando un amanecer precioso. De repente entró el criado que lo lavaba y el Gran Sultán le dijo, cálidamente:
- Eh, tú, imbécil, mira qué hermoso amanecer.- Parecía que ese día estaba poético Su Majestad. El caso es que viendo que no se acercaba el criado, se volvió a mirarlo y empezó a reírse con gran dulzura, a carcajadas, mientras gritaba: Claro, cómo vas a ver este hermoso amanecer, si hace doce años te arranqué los ojos porque osaste mirarme mientras dormía.
Siguió riéndose un rato, hasta que llegó la Gran Sultana, que, cuando se enteró del chiste, también rió con candidez, a carcajadas.
Tanto se rieron, con gran dulzura, que no vieron como sacaba el criado su daga ni como se acercaba despacio a ellos. Fue así cómo los mató, a sangre fría, cobardemente, porque claro está: los jóvenes Sultanes no pudieron hacer nada contra un viejo criado de setenta años, ciego y peligrosamente armado.
Así perdió a sus padres el Gran Sultán Ibn-Al-Fadir. Y así perdió también su infancia.
Pero no perdamos nosotros el hilo de los acontecimientos. Veamos lo que le ocurre a nuestro joven Sultán cuando llega al borde del estanque.
En el estanque flotan unos bellos nenúfares rosas y blancos, nacarados, y unas ranas croan libremente por el agua. Su Majestad se acerca al agua y, cogiendo una de las ranas, la contempla.
- Tú, pobre animal, puedes mirarme a los ojos. Es en tus pupilas donde puedo verme: mi corazón marcado por el odio y mis miedos vencidos por el castigo de la hipocresía. Hasta tú, bestia sin sentimiento, eres dueña de ti misma, mientras que mi alma se ve sometida al castigo inhumano de la soledad.
Estas hermosas palabras ablandaron el corazón de los Dioses. Tanto, que una lágrima brotó del cielo, cayendo de lleno en la cabeza del ruin batracio.
En ese momento se retiraron las nubes. El Sol brilló con mucha más fuerza. Se levantó una brisa cálida y surgieron del agua bellas melodías. Y fue entonces cuando la rana saltó de las manos del Gran Sultán y, lentamente, y ante sus ojos, se transformó en una bella jovencita de doce años.
El Sultán la miró sorprendido, mientras ella, suavemente y con el más dulce de los acentos, le dijo:
- Los Dioses han oído tus súplicas. Ellos han visto la pureza de tu corazón y te han enviado una compañera para tus juegos y tus paseos. Héme aquí para lo que ordenes.
El Gran Sultán permaneció todo el rato con los ojos abiertos. Una sonrisa brotó de su boca mientras su corazón su iluminaba con la belleza de su compañera. ¡Tanto tiempo esperando ese milagro!. ¡Tanta horas anhelando un amigo!. Se acercó a ella tembloroso, y con la suavidad propia de un Sultán le dijo:
- Eres la flor más bella del jardín. Serás para siempre mi Gran Amada. Vendrás conmigo siempre, a mi lado, y juntos, reinaré con sabiduría este Gran Reino. Pero antes hemos de arreglarte un poco. Primero has de pasar por mi médico.
Con esas tiernas palabras, se dirigió al Ángel que le habían mandado los Dioses, mientras la acercaba a Palacio. El Gran Sultán mandó llamar al médico, le dio unas órdenes y esperó con anhelo el regreso de su amada.
Tres semanas tardó en volver su Hermosa Flor al jardín junto a su amo. Tres semanas que al Gran Sultán, nuestro querido amigo, le parecieron eternas. Pero al fin llegó el momento en el que los amantes se encontraron juntos de nuevo. Y desde aquel día siempre han paseado así, juntos. Sin separarse jamás ni un metro. Tan cerca el uno del otro, como dos hermanos. Y desde entonces se asentó la paz en el corazón de nuestro amigo y reinó con gran sabiduría y bondad en todo su reino.
Quizás sólo hubo un momento de turbio malestar en la larga vida de nuestro querido Gran Sultán. Y fue una tarde, observando una bella puesta de sol, cuando le dijo a su Amada:
- Mira qué Sol tan bello. Mira el cielo en su declinar.
En ese momento volvió la cabeza hacia su compañera, siempre tan bella, y observó una lágrima que salía de una de las cuencas donde antes se hallaban aquellos bellos ojos verdes que tuvo que arrancar, pues durante unos breves instantes le miraron a la cara. Y vio que ella intentaba decirle que sí, pero no podía sin la lengua aquel día arrancada, por haber hablado sin permiso. Y creyó que ella iba a huir corriendo, y quizás lo hubiera podido hacer si no le hubiesen cortado las piernas por encima de las rodillas para no ir a la misma altura que el Gran Sultán en los paseos.
En ese momento, sólo durante ese segundo, el corazón del Gran Sultán Ibn-Al-Fadir, dueño de Todas Las Tierras, señor de Todos Los Caminos, amo de Todos Los Hombres, se llenó de ceniza. Y es que ni siquiera los Dioses, ni los Grandes Sultanes, son perfectos; aunque a veces, sólo a veces, puedan permitirse tener un mal segundo.

F I N

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