10 noviembre 2006

 

Primer cuento: Herencia





El Gran Sultán Ibn-Al-Fadir, dueño de Todas Las Tierras, señor de Todos Los Caminos, amo de Todos Los Hombres, paseaba tranquilamente por uno de los fantásticos jardines de uno de sus fantásticos palacios. Como casi siempre, se hallaba de mal humor. Por eso paseaba solo. Por eso y porque nadie podía permanecer delante de Su Majestad sin tener la cabeza agachada y las rodillas en tierra. Además, nadie podía hablarle sin su permiso. Imagínate que alguien tuviera que pasear contigo, de rodillas y con la cabeza agachada. Sería un engorro, ¿verdad?. Además, tendría que estar callado, y eso sería ya para tirarse de los pelos. Pues eso, el Gran Sultán paseaba solo. Y, claro, paseaba triste, como siempre.
He de decir también que el Gran Sultán Ibn-Al-Fadir tenía doce años, y que no podía jugar porque los Grandes Sultanes no juegan. Normalmente, no hay Sultanes, ni Grandes ni Pequeños, con doce años; pero resulta que a Ibn-Al-Fadir se le habían muerto los padres cuando él era muy pequeño. Y todo, por una idiotez. Resulta que un día, el Gran Sultán Ibn-Al-Gadir, padre de nuestro amigo, estaba mirando un amanecer precioso. De repente entró el criado que lo lavaba y el Gran Sultán le dijo, cálidamente:
- Eh, tú, imbécil, mira qué hermoso amanecer.- Parecía que ese día estaba poético Su Majestad. El caso es que viendo que no se acercaba el criado, se volvió a mirarlo y empezó a reírse con gran dulzura, a carcajadas, mientras gritaba: Claro, cómo vas a ver este hermoso amanecer, si hace doce años te arranqué los ojos porque osaste mirarme mientras dormía.
Siguió riéndose un rato, hasta que llegó la Gran Sultana, que, cuando se enteró del chiste, también rió con candidez, a carcajadas.
Tanto se rieron, con gran dulzura, que no vieron como sacaba el criado su daga ni como se acercaba despacio a ellos. Fue así cómo los mató, a sangre fría, cobardemente, porque claro está: los jóvenes Sultanes no pudieron hacer nada contra un viejo criado de setenta años, ciego y peligrosamente armado.
Así perdió a sus padres el Gran Sultán Ibn-Al-Fadir. Y así perdió también su infancia.
Pero no perdamos nosotros el hilo de los acontecimientos. Veamos lo que le ocurre a nuestro joven Sultán cuando llega al borde del estanque.
En el estanque flotan unos bellos nenúfares rosas y blancos, nacarados, y unas ranas croan libremente por el agua. Su Majestad se acerca al agua y, cogiendo una de las ranas, la contempla.
- Tú, pobre animal, puedes mirarme a los ojos. Es en tus pupilas donde puedo verme: mi corazón marcado por el odio y mis miedos vencidos por el castigo de la hipocresía. Hasta tú, bestia sin sentimiento, eres dueña de ti misma, mientras que mi alma se ve sometida al castigo inhumano de la soledad.
Estas hermosas palabras ablandaron el corazón de los Dioses. Tanto, que una lágrima brotó del cielo, cayendo de lleno en la cabeza del ruin batracio.
En ese momento se retiraron las nubes. El Sol brilló con mucha más fuerza. Se levantó una brisa cálida y surgieron del agua bellas melodías. Y fue entonces cuando la rana saltó de las manos del Gran Sultán y, lentamente, y ante sus ojos, se transformó en una bella jovencita de doce años.
El Sultán la miró sorprendido, mientras ella, suavemente y con el más dulce de los acentos, le dijo:
- Los Dioses han oído tus súplicas. Ellos han visto la pureza de tu corazón y te han enviado una compañera para tus juegos y tus paseos. Héme aquí para lo que ordenes.
El Gran Sultán permaneció todo el rato con los ojos abiertos. Una sonrisa brotó de su boca mientras su corazón su iluminaba con la belleza de su compañera. ¡Tanto tiempo esperando ese milagro!. ¡Tanta horas anhelando un amigo!. Se acercó a ella tembloroso, y con la suavidad propia de un Sultán le dijo:
- Eres la flor más bella del jardín. Serás para siempre mi Gran Amada. Vendrás conmigo siempre, a mi lado, y juntos, reinaré con sabiduría este Gran Reino. Pero antes hemos de arreglarte un poco. Primero has de pasar por mi médico.
Con esas tiernas palabras, se dirigió al Ángel que le habían mandado los Dioses, mientras la acercaba a Palacio. El Gran Sultán mandó llamar al médico, le dio unas órdenes y esperó con anhelo el regreso de su amada.
Tres semanas tardó en volver su Hermosa Flor al jardín junto a su amo. Tres semanas que al Gran Sultán, nuestro querido amigo, le parecieron eternas. Pero al fin llegó el momento en el que los amantes se encontraron juntos de nuevo. Y desde aquel día siempre han paseado así, juntos. Sin separarse jamás ni un metro. Tan cerca el uno del otro, como dos hermanos. Y desde entonces se asentó la paz en el corazón de nuestro amigo y reinó con gran sabiduría y bondad en todo su reino.
Quizás sólo hubo un momento de turbio malestar en la larga vida de nuestro querido Gran Sultán. Y fue una tarde, observando una bella puesta de sol, cuando le dijo a su Amada:
- Mira qué Sol tan bello. Mira el cielo en su declinar.
En ese momento volvió la cabeza hacia su compañera, siempre tan bella, y observó una lágrima que salía de una de las cuencas donde antes se hallaban aquellos bellos ojos verdes que tuvo que arrancar, pues durante unos breves instantes le miraron a la cara. Y vio que ella intentaba decirle que sí, pero no podía sin la lengua aquel día arrancada, por haber hablado sin permiso. Y creyó que ella iba a huir corriendo, y quizás lo hubiera podido hacer si no le hubiesen cortado las piernas por encima de las rodillas para no ir a la misma altura que el Gran Sultán en los paseos.
En ese momento, sólo durante ese segundo, el corazón del Gran Sultán Ibn-Al-Fadir, dueño de Todas Las Tierras, señor de Todos Los Caminos, amo de Todos Los Hombres, se llenó de ceniza. Y es que ni siquiera los Dioses, ni los Grandes Sultanes, son perfectos; aunque a veces, sólo a veces, puedan permitirse tener un mal segundo.

F I N

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